El horno de Pan

Mi papá, generalmente con toda la familia marchaba al pueblo, una vez por semana, con el Juncal atado al charrete, mi papá manejaba las riendas, pegadito a la par iba yo y a mi lado mi madre con mi hermano en las faldas. Ese dí­a salimos alegremente por la mañana, y el tordillo estaba muy trotador, pues marchaba para el pueblo hacia “su casa”, que los caballos nunca olvidan y encuentran de noche, si es necesario. Mi madre comentaba las necesidades y las compras a realizar, harina, azúcar, galleta grande, etc. Salimos de la puerta de entrada y enfilamos para el pueblo en el camino lateral,  cuando de pronto sentí el brazo izquierdo de mi papá que me pegó en el pecho, reteniéndome en el asiento el tordillo desapareció debajo del pescante y mi mamá con Jorge en brazos cayó hacia delante, sin soltar al niño. El Juncal había rodado y los ocupantes del charrete, habíamos quedado totalmente descolocados: mi papá con la mano derecha tiraba de las riendas, con la izquierda me tenía a mi para que no me fuera hacia adelante y mi mamá estaba muy quieta en el suelo a la izquierda del caballo que ya se ponía de pie, mientras Jorge lloraba en el suelo. Pequeño como aún era, recuerdo que mi papá, puso un pie en el estribo y desde allí me alzó en vilo y me depositó en tierra, corriendo hacia donde mi mamá estaba tirada. Este es otro cuadro que nunca olvidaré, mi papá levantó rápidamente a Jorge y viendo que estaba bien, salvo la cara llena de tierra y media barrosa por el llanto, y lo dejó a la par mía, entonces levantó a mi madre, que era como un muñeco de trapo, totalmente desmayada (creo que fue mi primera vez cara a cara con el miedo), llamándola a los gritos para que despertara, luego de unos momentos mi mamá empezó a despertar y mi papá le preguntaba cómo se sentía, ella a su vez respondí­a: ¿ Y los chicos? ¿Dónde están los chicos? Finalmente todos lloramos abrazados y muy despacio, al tranco del caballo, volvimos a la casa, en donde mi padre nos acomodó, ensilló el tordillo y partió a todo galope al pueblo a buscar ayuda.

Esto espació lo tiempos de viajes al pueblo y entonces mi padre solucionó el problema de alimentación fundamental. Se terminó la galleta grande, dura por una semana, y construyó un horno de barro, que tampoco conocíamos Jorge ni yo, y que como acontecimiento destacado, nos brindó pan fresco y rico, casi desde la primera horneada. Este horno fue fundamental, pues recuerdo visitas de mis tíos y en alguna de ellas se cocinó un lechón en él. También el tradicional pan dulce se horneaba en el hornito y luego nos reuníamos en la casa de mis tíos, alternadamente, y mi mamá, como todos los hermanos, aportaba con el pan dulce y otras exquisiteces que muy bien cocinaba. No se si el recuerdo se agranda con los años, pero las comidas de aquel horno de barro, creo que fueron insuperables.

También comenzamos a recibir más visitas, de algún vecino, como don Guillermo y su esposa Etelvina (Telva que le decían), su hijo el Lalo, casi de mi edad, y por supuesto, las de los familiares de mi mamá y alguno de mi papá. Estas visitas de familiares se convertían en acontecimientos increíbles, pues recuerdo que llegaron a estar tres días de fiesta, acomodados en una galería que mi papá había cerrado con cañas de un cañaveral del río, una victrola a cuerdas, que tenía un cuñado de mi papá casado con la Tía Eugenia y comida y vino. Allí conocí de carreras, como la del esposo de mi tía Amelia, que nos visitó en el charrete del padre, empleado de correos, que utilizaba el vehículo para transportar la correspondencia desde el ferrocarril a la Oficina de correos. Tenía un hermoso caballo moro-blanco, que a mí me pareció siempre “de carrera”, y se produjo el desafío contra el caballo colorado del novio de mi tía Luisa. Otra desilusión de niño: ¡ganó el colorado!

El tiempo pasa y yo debí volver a la escuela, con seis años al primer grado superior, el primero inferior lo hice en la escuela del Central Argentino, en aquellos años Escuela Nacional, por la ley especial que autorizaba al gobierno de la Nación a construir escuelas en las provincias, que no tuvieran medios suficientes, pero ahora, mi madre arregló con mis tíos solteros Manuel (Manolo) y Luisa que yo viviera en su casa y fuera a la escuela provincial «Domingo Faustino Sarmiento del pueblo». También hice el grado siguiente, el segundo (tercero del sistema actual que no divide al primero en inferior y superior), viviendo en casa de mi tía y volviendo con desesperación los fines de semana al campo y a mi casa, por supuesto. Un dí­a, el polvo que levantaba un automóvil en el camino de entrada a la casa nos sorprendió a todos. Se trataba del Escribano Roldán, con quien mi papá trabajara al terminar el primario, que venía a ofrecerle un trabajo en el pueblo a mi papá. Salieron juntos en tanto mi mamá trataba de explicarnos a Jorge y a mi qué era lo que estaba pasando. Ya entrada la noche, las luces de un automóvil nuevamente y ¡Oh sorpresa! Mi papá venía manejando el automóvil del Escribano, pues había olvidado sus documentos, y estos eran imprescindibles para la designación en el cargo. Desde ese entonces dejamos de vivir en el campo, pero, por suerte yo nunca dejé de tener un campito, ni tampoco entonces mi papá lo hizo, pues a él como a mi nos gustaba esa vida rural, que la necesidad nos hacía abandonar transitoriamente.

Luis Mario Buchaillot/2010

2 comentarios en “El horno de Pan

  1. Sus comentarios ayudan a construir una verdadera comunidad online en La Carlota.
    Relato que despierta en mí nostalgia por similitudes vividas en mi pueblo querido. Haber sido su discipula me llena de orgullo, admirable Profesor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *