Prisionera de los ranqueles desde niña, Francisca Bengolea ve la posibilidad de escapar. Debe conseguir para eso la ayuda de las autoridades reales, porque los indios retienen a sus dos pequeños hijos. El marqués de Sobre Monte tiene en sus manos el poder de organizar el rescate. Una publicación de La Voz del Interior.
En octubre de 1805, una mujer llamada Francisca Bengolea escribió esta carta al virrey del Río de la Plata, el marqués don Rafael de Sobre Monte, en la que le rogaba hiciese efectiva la promesa que este le había hecho años atrás y que consistía en ayudarla para el rescate de los hijos que había tenido como cautiva de los ranqueles. La carta llegó a manos del marqués en Buenos Aires y un mes después, a modo de respuesta, él le escribió a José González, gobernador de Córdoba, para que se hiciese cargo de la ayuda pedida por la cautiva, algo que nunca se llevó a cabo.
La historia de Francisca Bengolea es una de las más tristes que recuerde el pasado de Córdoba. De niña, vivía con su familia en una estancia en las afueras de la Concepción del Río Cuarto, cuando un malón de ranqueles atacó la propiedad familiar, mató a sus padres y se la llevó secuestrada junto a sus cuatro hermanos.
De acuerdo a las investigaciones de Susana Dillon y Arturo Lazcano Colodrero, los hermanos de Francisca pudieron volver a vivir entre sus familiares, radicándose con los años en La Carlota; pero ella nunca lo logró. De su vida en las tolderías ranqueles sólo podemos hacer conjeturas y echar a rodar la imaginación, cuya tarea, reservada a la pluma de novelistas y poetas, en muchos casos se ha acercado a la verdad tanto o más que la de los propios historiadores. Y así, los episodios vividos por Luz Osorio y sus antepasadas, todos ellos hijos de la sabia invención de Cristina Bajo, narran vidas imaginadas que bien podrían haber sido reales.
De Francisca sólo sabemos que una vez alcanzada la pubertad fue casada con Currigtipay, hijo del poderoso cacique Ricunquenan, con quien tuvo dos hijos, un niño y una niña de quienes desconocemos sus nombres. Con los años, adoptó costumbres ranqueles, aprendió el idioma y se convirtió en una mujer fuerte e inteligente que supo comprender la lógica de funcionamiento de aquella difusa línea de frontera entre dos mundos, y de la que fue parte pero, sobre todo, víctima. Porque todo indica que Francisca nunca olvidó la tragedia que había marcado su destino y que mantendría vivo el deseo de volver a reencontrarse algún día con sus hermanos, y criar entre ellos a sus hijos mestizos.
El primero y tal vez único encuentro entre el marqués de Sobre Monte y Francisca Bengolea se había producido varios años antes de la carta transcripta, cuando la cautiva, vestida de hombre y a caballo, viajó desde las pampas hasta Río Cuarto para entrevistarse con él, enviada como intérprete de los indios para presentar las condiciones de un tratado de paz entre el gobierno cordobés y el cacique Chacalén.
Aquel día, quizás conmovido por la historia de vida y la valentía de aquella mujer, el marqués le prometió que, llegado el momento que ella considerase propicio, haría lo necesario para rescatarla junto a sus dos hijos. Porque hasta ese momento, todas las veces que Francisca había logrado salir de las tolderías con libertad para deambular a su antojo a lo largo del extenso territorio cordobés, lo había hecho en realidad presa, atada a los ranqueles con un lazo invisible, pues ellos utilizaban siempre a sus hijos como rehenes. El trato era simple: ella podía escapar si quería, pero jamás volvería a verlos.
Con la promesa de Sobre Monte como esperanza, aquel día Francisca volvió al sur, y no fue sino hasta varios años después que logró convencer a su esposo de permitirle visitar a sus familiares radicados en La Carlota. Esta vez el arreglo conseguido por Francisca le había dado la coyuntura estratégica que necesitaba para lograr volver de manera definitiva junto a los suyos y con los niños; porque su esposo había accedido a que llevase consigo a su hijo, mientras que su hija quedaba como cautiva para asegurar el retorno. Al igual que aquella joven polaca interpretada por Meryl Streep en La decisión de Sophie , Francisca optó por salvar primero al varón, pero tal vez supo que jamás podría perdonarse abandonar a la niña. Cuatro lunas le habían dado de tiempo para que volviese con su hijo a las tolderías y ella, desesperada, quizás pensó que con ayuda de aquel funcionario español que gobernaba ahora todo el virreinato podría ofrecer una buena recompensa por su hija y quedarse con ambos.
Sólo una ilusión
Francisca conocía bien a los ranqueles, había vivido la mayor parte de su vida entre ellos y es posible suponer que si era ella misma quien proponía los mecanismos para efectuar el rescate, con el auxilio económico de las autoridades reales existía una alta probabilidad de que este tuviera éxito.
Sin embargo, el esfuerzo de la cautiva fue inútil, pues aun cuando intentó hacer valer la promesa obtenida años atrás y de volver incluso a ofrecerse como intermediaria entre el gobierno colonial y los ranqueles apostados en el paraje conocido como el Médano de la Cautiva, para Sobre Monte los conflictos con el indio en la frontera sur de Córdoba habían dejado de ser prioritarios en su agenda. Al parecer, el marqués había olvidado lo que su “caritativo ofrecimiento” había significado para Francisca, que luchaba sola contra las injusticias de un mundo dominado por hombres, fuesen estos indios, criollos o españoles.
En una breve y desganada esquela, Sobre Monte delegó el problema al gobernador de Córdoba, y a partir de allí el caso de la cautiva pasó de mano en mano, como una brasa caliente e indeseada, hasta llegar al comandante de frontera de La Carlota, un tal Simón de Gorordo; quien finalmente decidió no sólo que no había dinero para costear el rescate sino que, además, el padre ranquel de ambos niños tenía plena potestad sobre ellos.
Cuatro lunas corrieron sobre el cielo de Córdoba y Francisca se vio obligada a tomar una decisión. Podía huir con el niño hacia el norte, hasta más allá del río Tegua, donde los ranqueles no podrían alcanzarla, y comenzar con su hijo una nueva vida entre los suyos. Sabía que ya no tendría otra oportunidad como aquella, pero el precio de tal libertad era abandonar a su hija; si tomaba ese camino, jamás volvería a verla.
¿Puede una madre elegir entre sus hijos? Francisca no pudo. Y entonces, sin haber obtenido más respuesta de Sobre Monte ni de funcionario real alguno, decidió volver a las tolderías. Y antes de que la última luna de febrero acabara, cabalgó hacia el sur con el niño en brazos, perdiéndose una vez más y para siempre en aquel desierto que tan bien conocía y que era, como en la canción de Dorotea, un infinito mar de gramilla, cuero y sol.
* Federico Sartori para La Voz del Interior