Reflexiones para argentinos
Abel Fernández
Son 25 años de la guerra de Malvinas/Falklands, de la primera guerra internacional que Argentina tuvo en un siglo, de la primera guerra que perdió. Siento que corresponde decir algo; siento también que ya se ha dicho mucho. Por eso, quiero reflexionar con ustedes sobre lo que los argentinos nos decimos sobre el tema.
Las crónicas, la historia están documentadas por ambos lados, y contada por los sobrevivientes. Puede haber todavía hechos ignorados, pero para un conflicto reciente, el registro es extraordinariamente completo. Hay en él heroísmos, cobardías, reivindicaciones profundamente sentidas, oportunismos políticos y bajezas. Lo mismo que en todas las guerras.
Cuando en los relatos argentinos se pasa de describir los hechos a juzgarlos, más importante y arteramente, cuando seleccionamos los hechos a contar, ahí mete su cola la política. Ciertamente no soy yo, ni es esta la página, para descartar el rol de la política en la construcción de los relatos, los consensos de una sociedad. Ni tampoco se me ocurre que debe haber una versión única, una opinión oficial. Puede y debe haber diferencias de enfoque y de valoración, que forman o deberían formar la historia común de los argentinos. Pero la diferencia entre un país ya construído y uno que todavía no terminó de hacerse (uno de los que hoy llaman con eufemismo emergentes) es que en éstos son las luchas internas las que prevalecen. Esto es lo que nos pasa a nosotros.
Así, están los que escriben quienes sienten a la guerra del Atlántico Sur como una gesta nacional, la gesta de la Argentina moderna. No se definen políticamente, se consideran simplemente patriotas. Sus adversarios los ubican en la derecha, lo que parece ser una acusación grave. Sin embargo, muchas voces con origen en la izquierda marxista se han pronunciado – algunas lo hacen en estos días – en el mismo sentido, con la lógica antiimperialista que marcó la segunda mitad del siglo XX y, en otra forma, proyecta su sombra sobre este nuevo siglo. Después de todo, fue un enfrentamiento militar directo con Inglaterra, una potencia de la OTAN, algo que nunca llegó a hacer la vieja Unión Soviética.
Pero si se deja de lado el relato anticolonialista, con sus villanos y sus traidores, cuyo argumento básico no diferencia entre las Malvinas, Cuba, Argelia o Irak, las historias de este grupo suenan un poco blandas: como el alegato de un abogado, que lista todas las razones por las que las Malvinas son argentinas. Y los combatientes de nuestro lado, en especial los pilotos, son los protagonistas de hazañas reconocidas por sus adversarios y los neutrales. Todo cierto, pero incompleto.
En estos relatos, me parece, queda grabada – a veces, sin darse cuenta – la convicción de los que creen que se pueden defender valores, instituciones, patrias, borrando de la historia las partes inconvenientes y los argumentos del otro lado. “De eso no se habla”. No saben que escolares, conscriptos o jóvenes idealistas pueden aceptar más fácilmente al comienzo un dibujo en blanco y negro, pero que nada impedirá que otras voces y la vida misma les muestren los otros colores, y las manchas de barro y de sangre.
No han aprendido la lección de los patriotismos más eficaces de los últimos siglos – el inglés y el yanqui – en cuyas sociedades se escribieron – y escriben – las críticas más duras a sí mismos.
Luego se agrupan, se amontonan, parece, los relatos, sobre todo las películas, donde lo importante es denunciar a los que provocaron la guerra como tiranos irresponsables, y a los oficiales que cometieron torpezas y crueldades. Sí, todas esas cosas ocurrieron, y sí, también son una historia incompleta. Y no hay mentira más insidiosa que una verdad a medias.
Los de este grupo se asumen generalmente como de izquierda, o al menos, como progresistas. No les llama la atención que voces del exterior y algunas del interior (por ejemplo, Morales Solá), claramente ubicadas del centro a la derecha, les hagan eco en denostar el conflicto de Malvinas como una aventura estúpida. Por supuesto, ignoran que la condena más precisa de la imbecilidad e irresponsabilidad estratégica de la Junta que decidió el conflicto surge, en 1982!, de fuentes militares “la decisión de ocupar las Islas Malvinas fue tomada porque ya existía, desde diciembre de 1981, la idea de que para llegar a negociaciones exitosas con Gran Bretaña iba a ser necesario hacer uso del poder militar. La decisión se adoptó con rapidez, puesto que ya estaba planeada la ocupación (…) Pero nunca se planificó cómo defender las islas una vez ocupadas” (del informe final de la Comisión Rattenbach).
En estos relatos el elemento clave es el antimilitarismo. Anti militares nacionales, por cierto, porque los militares ingleses no son tratados con aversión. Este antimilitarismo visceral surge, claramente, de las experiencias atroces de una generación – que en buena parte aceptó la conducción política de una orga, Montoneros, cuya imbecilidad e irresponsabilidad estratégica en el enfrentamiento de los ´70 no son menores que las de la Junta en Malvinas. Y la memoria de esas experiencias les lleva a dejar de lado el sentimiento patriótico, natural y espontáneo, que brota al comprobar que, en conjunto, los hombres del Ejército, la Fuerza Aérea y la Aviación Naval argentinos, pelearon bien, como valientes. Y si nuestra Flota no peleó, no fue por decisión de sus marineros ni de sus oficiales jóvenes. Y ellos pagaron su deuda de dolor y coraje con el Belgrano.
Esta amputación del patriotismo natural – que no debemos confundir con el patrioterismo berreta que floreció en los medios en abril del ´82 y se marchitó en mayo – es ridícula en gente que cree ser antiimperialista porque habla o escribe mal de Bush. Pero es peligrosa para una nación ¿o es que alguien que cree que se puede preservar un mínimo grado de autonomía en el siglo XXI sin unas Fuerzas Armadas nacionales, legitimadas en el respaldo de su pueblo?
Tras criticar a diestra y siniestra, corresponde que diga dónde estoy yo. Confieso que fui uno de los románticos chantas que se ofrecieron voluntarios en el ´82 (chanta porque me daba cuenta que era sólo un gesto; que era casi imposible que me aceptaran). Sigo pensando que las Malvinas son importantes para Argentina no por razones materiales o estratégicas (no las hay) sino como un símbolo de su integridad y su dignidad, como lo han sido Alsacia y Lorena para Francia o el Ulster para Irlanda. Que uno tiene una obligación con su patria, aunque abomine de su gobierno o su política (en inglés se ha dicho muy bien: “Mi país, que esté siempre en lo justo Pero justo o injusto, mi país”).
Respeto a los kelpers, y su voluntad de seguir siendo lo que son. Y no odio sino admiro a Inglaterra. Pero los argentinos y los americanos de habla española y portuguesa tenemos una identidad que no es mejor o peor sino distinta. Que debemos defender en la paz con el mismo coraje y mayor sabiduría que lo hicimos en la guerra.
Esto es lo que yo pienso. Pero puedo entender a los compatriotas que, quizás más racionales que yo, piensan, parafraseando a Bismarck, que esas islas no valían la vida de un conscripto correntino.
Se me ocurre entonces que es siguiendo la recomendación de José Hernández de “cuidar al compatriota” que podemos construir un consenso argentino sobre la tragedia y la épica de Malvinas. Porque los excombatientes, que reclaman aumentos en sus pensiones y mayor atención del Estado – en eso se parecen al resto de nosotros – tienen un reclamo que no es del bolsillo «Nunca fuimos considerados soldados de la patria que fueron a defender parte del territorio. Siempre fuimos los pobres chicos de la guerra, los loquitos que pasaron hambre y frío», sintetizó un ex combatiente, César González Trejo.
Les debemos entonces un reconocimiento a su coraje, su sacrificio y, cabe decirlo, a la profesionalidad militar de los que la tuvieron. Se lo debemos a ellos, a nuestros hijos – para no dejarles una historia avergonzada – y a las Fuerzas Armadas que necesitaremos – al menos como precaución. Pues los ejércitos no son sólo hombres con uniformes y armas (como los que custodian las entradas de los countries) sino también un orgullo militar.
Ese reconocimiento debe abarcar a la mayor parte de la sociedad, en ceremonias y símbolos compartidos. Alguien tan realista como Napoleón lo tenía muy claro. Por eso es muy lamentable que Kirchner, no el hombre, el Presidente, haya perdido la oportunidad de encabezar los actos del 25ª aniversario, en Ushuaia. Pero, seamos francos, con su ausencia no hizo sino reiterar una conducta colectiva que comienza con las ventanas de Buenos Aires, de las que al comenzar junio del ´82 ya desaparecían las banderas.
Sigue, el acto más vergonzoso, cuando después de la derrota, los altos mandos del Ejército ocultan a los veteranos a su regreso. Y los gobiernos civiles, que aprueban beneficios y medallas, pero no aciertan, no saben, ayudar a afirmar en la sociedad el orgullo por el valor y el heroísmo que existieron, mientras los medios pregonaban, naturalmente, las ruindades que también hubo.
Por eso somos todos los argentinos los que debemos arrepentirnos de nuestro triunfalismo y tratar de recuperar los valores del sacrificio y el coraje sin especulación que hemos perdido hace varias generaciones. A lo mejor puede ayudarnos las palabras de un poeta, Borges, al que nadie puede señalar como patriotero, quizás tampoco como patriota, en el sentido tradicional del término, pero que dijo, hablando de alguien que cayó en Malvinas “Nadie se asombre de que me dé envidia y pena el destino de aquel hombre”.