La muerte del autor portugués fijará en el bronce su trascendencia universal. Para quienes lo conocieron, además, sobrevivirán su humildad, su compromiso ético y una escritura obediente sólo a las reglas de su conciencia. Juan Cruz, Eduardo Belgrano Rawson, Claudia Piñeiro y Márgara Averbach escriben sobre el legado de este narrador de la rabia y el sosiego.
Los portugueses son sobrios, muy bien educados; eran miles los que abarrotaban el sábado por la tarde y el domingo por la mañana, horas después de la muerte de José Saramago, el viernes 18 de junio, la Plaza del Municipio, ante el Ayuntamiento de Lisboa, y no se oÃa ni una mosca. Se lo dije al editor del Nobel, el noble Zeferino Coelho, amigo de José en el triunfo y en la enfermedad: «SÃ, ya sé», me dijo, «los portugueses somos así. Y mira por donde eso que envidias es lo que menos nos gusta. ¡Nos gustaría gritar como los españoles!»
Se puede gritar de muchas maneras; la escritura de Saramago, por ejemplo, fue un grito camusiano, o sartriano, ahora no vamos a entrar en esa discusión, en el complicado siglo XX de cambalaches y de guerras. Fue un grito, a veces solemne, a veces desgarrado, pero dicho siempre con la paciencia que late en el portugués de Pessoa o de Camoens, pero sobre todo de Pessoa. Saramago fue despedido así, con el grito y el sosiego que son propios de su obra: la gente gritaba, con sus gargantas ensombrecidas por el dolor del adiós, y al tiempo era consciente de la carta de batalla que les dejaba el que se despedía para siempre.
Fue un escritor radical, no hizo concesiones con su lenguaje para la ficción, pero como ciudadano fue multitudinario. Sus palabras apelaron a la sencillez de la dicción y del entendimiento, que puso al servicio de muchas causas con las que el siglo XX se despidió para abrazar a un siglo XXI aún más cruel y más inexplicable. Presidió manifestaciones, cartas de apoyo solidario, fue el adalid de muchas penas que aún hoy laceran (la situación palestina, la invasión de Irak, lo que sucede en el Sahara al que no pueden volver sus legÃtimos habitantes), y todo lo hizo con un sosiego que desarmaba a sus adversarios y a sus enemigos, a aquellos que entendieron sus posiciones y las respetaron y a los que (como el Vaticano) no le dieron tregua ni en el instante mismo de la muerte.
Era portugués, claro que sÃ, de esa estirpe que es combinación de rabia y de sosiego, y ese sÃmbolo mayor de su ciudadanÃa estuvo presente en esos actos de despedida, presididos por su mujer, Pilar del Río, que desde que se enamoró de él por El año de la muerte de Ricardo Reis le siguió a todas partes, y por su hija Violante, elegante y enjuta, vivo retrato femenino de la sobriedad radical, espartana, de su padre.
Le pregunté, en estos actos de despedida, a Carlos do Carmo, el músico, su amigo, por qué la gente quería tanto a Saramago. Y me dijo que eso era porque él era «un extramonumento» de Portugal, alguien que había llegado con su verbo a las personas más sencillas. Es insólito esto tratándose de un escritor tan radical. «Porque su obra no fue únicamente una obra literaria», me dijo Javier Pérez Royo, catedrático sevillano, que fue la mano que llevó a Pilar a Lisboa desde Sevilla para la primera cita que tuvo con quien luego sería su amor para siempre. «Su obra», me decía Pérez Royo, «es la de un hombre que guardó siempre la literatura como sujeto del alma, de la imaginación, pero cuando se trataba de hablar de lo que pasaba a la gente sentÃa el impulso de las palabras directas».
Aún así, las metáforas de sus libros, que siempre buscaron la paradoja, tienen también que ver con la lucha del hombre por su libertad, por alzar el vuelo: contra la sociedad de consumo, contra los lugares comunes de la religión o de Dios, contra la violencia, contra las perversiones intermitentes de la muerte, contra la dominación del hombre por el hombre, contra la mixtificación de la democracia, manejada por el mercado que nadie elige, contra el silencio al que se somete a los hombres, a todos los hombres…
La suya fue una escritura radical, en contra de todo barroquismo, obediente tan sólo a las reglas que le dictó su conciencia cultural; mientras que el grito que regaló a la lucha callejera, cotidiana, en defensa de las libertades civiles provenÃa de una garganta que quería alzarse con sencillez para ser estandarte de todos. En España, como en Portugal (y esto lo dijo Pilar del Río en medio de los claveles y de los gritos de la última despedida, en el cementerio de Lisboa donde fue definitivamente despedido), fue tenido como «un héroe del siglo XXI». A él le hubiera gustado el epitafio, y también le hubiera hecho sonreÃr: él era un campesino, sólo quiso ser útil a los demás, abrazar, como a árboles solitarios, a todos aquellos a los que dedicó el esfuerzo Ãntimo de su esencia civil: las ganas de ayudar a ser mejores, más dignos, más libres. Escribió millones de palabras, y dijo otras tantas, pero no era un hombre hundido por las palabras, como dijo en cierto modo Eduardo Galeano diciéndole adiós con pocas palabras: era un hombre que se alzó del suelo para decir el grito que se le escuchó tantas veces: liberdade.
Ahora que ya no está se queda en mi memoria, entre tantas metáforas de su lucha por poner esa palabra en lo alto de la vida, aquel día de 1993 cuando acababa de irse a Lanzarote, rabioso con el gobierno de su paÃs, que le impidió presentarse a un premio europeo porque en El Evangelio según Jesucristo pudo ofender al Vaticano (que no a Dios). Me dijo: «Me podrán quitar todo, pero no me quitarán el aire».
En esa despedida sosegada de Portugal los miles de ciudadanos que le dijeron adiós le estaban agradeciendo que defendiera el aire, y le gritaban, desde el sosiego que caracteriza a los lusitanos, ¡viva! a su manera de defender la vida de las dentelladas rabiosas de la mezquindad que él mismo sufrió hasta después de decir adiós.
Fuente: Revista Ñ, Revista de Cultura, ClarÃn.
Escrito por Juan Cruz.
un adiós para un grande, para un grande que queria cambiar el mundo.