La frase “el pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla” es una de esas sentencias populares que encierra una gran sabiduría. Aunque su origen exacto no ha llegado hasta nuestros días, muchos han sido los que la han usado con mayor o menor acierto. Nosotros la utilizaremos para reflejar una de las frustraciones que los carlotenses aun no pueden asumir, La Carlota Ciudad.
Si observamos la historia de los pueblos y la propia humanidad, encontramos errores que se repiten de forma constante. Pese a que conocemos lo dañino que es el engaño
Como todo el mundo sabe, sobre todo en los primeros años de la exploración y colonización de América, hubo muchas expediciones que no tuvieron como objeto poblar o conquistar territorios, simplemente eran expediciones exploratorias o para “rescatar” (comerciar) sin ninguna intención de quedarse. El objetivo era recabar nuevos datos, explorar geográficamente los nuevos territorios y entablar relaciones con los nativos, que eran precisamente quienes mejor conocían el lugar donde vivían. Por ello, para atraérselos, se les invitaba a intercambiar cascabeles, cristalitos de colores y otras baratijas por los pequeños adornos de oro que llevaban los nativos en su cuerpo además de preguntarles que de donde habían sacado ese material.
Ese intercambio era ilícito y suponía un engaño de parte del avaro que engañaba al inocente, que desconocía el valor real del oro y el de esas baratijas. Esas baratijas no tenían prácticamente valor y sin embargo, por ellas, se obtenían a cambio los pequeños adornos de oro que los nativos llevaban encima y que sí tenían mucho valor. Todo un negociazo.
LA PRIMERA CIBERCIUDAD DEL PAIS SE PREPARA EN EL SUR DE CORDOBA
La Carlota ya espía el futuro
Un proyecto oficial la convirtió en ciberciudad. Cuando todo esté listo –las cincuenta computadoras instaladas y habilitadas para ingresar a Internet–, Carlos Menem vendrá a darles su bendición. Mientras, el pueblo especula con el futuro cibernético, los policías se divierten bajando programas de identikits y los chicos sueñan con la fama que les da ser parte de un experimento.
Cristian Alarcón escribió para Pagina 12 desde desde La Carlota, Córdoba:
Hay un kiosco. Hay un banco de plaza junto a la vidriera. Hay un grupo variopinto de pibes que matan la siesta a bromas. Por una avenida demasiado ancha corre tanto frío como el que escupe el viento sobre la pampa. El menor de los chicos tiene dieciocho, el mayor no pasa los veintiuno. Todos andan en bicicleta y nunca navegaron por Internet. Aunque tienen la sensación de que algo está pasando, no pueden precisar lo que vendrá después de la última gran noticia: el pueblo será la primera ciberciudad de la Argentina. Apenas confirman que el forastero escribirá sobre este lugar donde pretende instalarse la cibernética, un morocho de profundo acento cordobés, grita por sobre el parloteo de los demás: “¡Poné bien claro que La Carlota es una máquina, es una máquina!”. La notoriedad llegó sin aviso, como si hubiesen sacado un extraño Loto que consiste en 50 computadoras y acceso casi gratuito a la red de redes, con un nodo propio. La ciudad más antigua después de la capital cordobesa, a 200 años de sus comienzos conquistadores vuelve a estar en la mira. Y les resulta incómodo. Esto no es ciencia ficción, estos son los carlotanos frente a las más moderna y virtual de las máquinas.
Calculan que dentro de un mes Carlos Menem llegará a visitar a los 15 mil habitantes de La Carlota. Personalmente va a lanzar el proyecto creado a través de un decreto, el Plan Argentina Internet Para Todos, idea de su secretario de Comunicaciones, el flamante candidato a gobernador por Córdoba Germán Kammerath. Nadie ignora en el ciberpueblo que la esposa del secretario, Luz Capdevilla, hija de una familia carlotana de ancestros y actualidad conservadora, es motor de ese amor por el sur cordobés. El proyecto de Kammerath incluye a otras ciudades pequeñas del interior, como Marcos Juárez. Pero la preferida será siempre La Carlota. Allí también tiene a su delfín al frente del proyecto cibernético, y virtual candidato a intendente de La Carlota, Javier Pretto.
El primer lugar donde los técnicos del gobierno desembarcaron con su equipaje tecnológico fue la comisaría del pueblo. Y a la mitad de los azules la fiebre ya los ha tomado. La oficina donde quedó puesta la computadora que les tocó en la repartija, parece, por lo importante, la del comisario. Esta semana establecieron contacto con alguien al otro lado del océano, alguien con una minicámara como la de ellos. Se vio borroneado y no hablaron mucho, igual festejaron la primera teleconferencia. “Lo que ya pudimos es bajar un programa que encontramos en la página de la policía de Casilda”, cuenta el más informático de todos, el segundo, Luis Zárate. El programa divierte: a cualquier cara se le pone barba, lentes, se le agranda la nariz o se le achican las orejas. Juegan a confeccionar identikits. Rescataron otro con cien modelos de autos, a los que les cambian los colores, les dan velocidad. En su oficina el jefe, Ramón Torres, de corbata azul francia sobre camisa a cuadros, dice que por la red van a divulgar los rostros de los buscados. En la mesa de entrada un suboficial redacta un certificado de antecedentes en una vieja 286. “Ya no hacemos nada a máquina”, se enorgullece Torres, más allá de la Olivetti. La velocidad de lo tecnológico los cautivó.
Uno de los policías ceba mate. Un inspector compara a los efectivos del pueblo con la Bonaerense. “Acá no vas a ver ni coimas ni excesos”, presume. Al despacho llega un hombre con un handi. Es periodista, el movilero de una de las radios locales. Quiere entrevistar a los visitantes en la cocina. El conductor pide reflexiones sobre el futuro. Esto es la aventura telemática en el reino carlotano. Por la radio las noticias de la semana indican que el pueblo no escapa a los avatares argentinos. Estasemana le sacaron la colecta de las fiestas patronales de la Virgen de la Merced al cura de la capilla; y le robaron dos chalecos, una montura y un par de botas de carpincho al dueño de la talabartería. Habitar una ciberciudad significará “la” conexión permanente, y por ejemplo la poli podrá poner en Intranet –una red sólo para La Carlota– las caras de los buscados. Por el planteo ciber ya están diseñados los formularios para certificados de domicilio, antecedentes, pago de impuestos, pedidos de turnos al hospital, el mismo hospital donde según los médicos no hay novalginas.
El supermarket
–¿Qué es para usted la ciberciudad?
–Para mí es como un supermercado nuevo.
Dice Isabel López, 60, ex profesora de letras para quien esto es “una simple novedad”. Está sentada en el bar Marconi, centro neurálgico de La Carlota. Recién terminó el ensayo del coro. Hay como una docena que deja pasar la entrada de la noche del jueves. Afuera hay temporal. Isabel está jubilada y dice que quizá por eso no piensa lanzarse a la navegación digital. Le basta con ver a sus nietas frente a la pantalla cliquear la ventana correcta. En la silla de enfrente un tenor tira otra piedra: “Esto es un show loco y tonto que desprecia la mentalidad de la gente”. El cantante es un productor agropecuario de antepasados conservadores y actualidad frepasista. Se llama Raúl Ríos Centeno, le dicen el Gringo. Insiste: La Carlota ya tenía Internet. Con su socio en Bruselas hace más de un año que se cartean electrónicamente. Ríos paga dieciocho pesos por mes para entrar al nodo que una cooperativa de Santa Eufemia, un pueblo vecino, se agenció antes que la flamante ciberciudad. En iguales condiciones usan e-mail o navegan otros cien usuarios. La ciberciudad, si existe tal urbe posmoderna en el sudoeste de la provincia de Córdoba, parece haber empezado a construirse sola. Y recibir ahora una especie de inyección de efedrina.
Pero el escepticismo vuela junto a sentires más auspiciosos. A su lado hay un gringo de verdad. Tiene esa calvicie tan típica del beato, vino a los quince, se llama Piero Castelverti. Es fan, nunca abandonó la militancia en la Asociación Italiana. Además de este coro donde entonan madrigales es miembro de uno donde el repertorio está lleno de canzonetas. La frutilla de la torta tana es la próxima página que tendrán en Internet. “Ahí vamos a poner horarios, los encuentros que tenemos, todo un adelanto”, se entusiasma. Frente a él la contraalto Marisol Gimémez intenta explicar por qué la ciberciudad es progreso: “Vamos a estar más en contacto con lo que pasa en el mundo, para no estar descolgados”, explica y muestra el repertorio de canciones que este sábado van a hacer en un pueblo cercano. Es a 260 kilómetros. “Piero, no te olvidés la petaca whiskera”, le dicen. El micro no tiene calefacción, la escarcha acecha.
Libros y red
En la Biblioteca Popular de La Carlota conviven pacíficamente los tiempos. La quietud de la historia se muestra en un pequeño museo: un poncho de Horacio Quiroga, la colección de cerraduras de una estancia, tres huesos de saurio y utensilios de los comienzos de la Campaña al Desierto. Mientras tanto, la velocidad de la historia intenta acomodarse entre los daguerrotipos y fotos de medio centenar de intendentes. Cinco computadoras han sido instaladas pared de por medio por los técnicos de la Secretaría de Comunicaciones. La biblioteca es el centro tecnológico que aún no funciona. Pronto van a tirar dos paredes para darle paso a la diosa nueva y el museo irá a otra parte. La Carlota tiene experiencia en límites, nació como asentamiento de frontera. En 1797 era sólo un fuerte en medio de la pampa, hasta aquí cerca hostigaban los ranqueles. MirtaMarconeto es una de las bibliotecarias de la tarde, internauta oficial hace ya dos años. “Con esto cruzás todas las fronteras, si tenés ganas”, dice. Por experiencia sabe que el objetivo de las búsquedas es la actualidad: los sin tierra o la realidad chiapaneca. “Ahora ya no va a salir seis pesos, sino centavos la hora, pero no podemos hacer futurología con esto. Claro que no me preocupa si van a usarla mucho, porque libros nosotros tenemos”.
Las maestras de la escuela especial están fascinadas. Son de las pioneras tecnológicas. La escuela especial tuvo una computadora hace ocho años, una Atari. La ganaron en un concurso, juntando como condenadas esos papelitos del horóscopo Bazooka. El año pasado se actualizaron, esa vez por acumular envolturas de Bon o Bon. Las tres máquinas que llegaron ahora con la ciberciudad les dan la sensación de haber cruzado una frontera, primero por el regalo inesperado, luego porque son de las pocas que usan con cierta frecuencia Internet y piensan aumentar las horas de navegación. Tuvieron teléfono, no pudieron pagar el abono. Duró poco. María Esther imagina las teleconferencias y bromean sobre los contactos y la forma de burlar altura y talante frente a la cámara. Imaginan la navegación futura con sofisticación. Como ejemplo de lo contrario, el médico cuenta la anécdota que le parece más indicada. La de aquel productor que fue al locutorio local a enviar un fax. Cuando el papel cruzó la máquina, preguntó:
–¿Ya está?
–Sí –le contestaron.
–¿Y cuando llega? –quiso saber.
–¿Qué cosa? –lo miró la telefonista.
–La carta –respondió, consternado en la ciudad cibernética.
Por ello, “el pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla”.
APOSTILLAS
“Un gol de media cancha”
“Más allá de que esto sea discutido, para nosotros esto es un gol de media cancha. Teníamos una máquina 486 que andaba a pedales. Ahora ya estamos conectados a Internet y pronto vamos a tener nuestra página.” El ingeniero agrónomo Gustavo Bitar Tacchi habla eufórico en medio del cambio. Se refiere al beneficio, que como cada entidad de La Carlota, el INTA local recibe del Programa Argentina Internet para Todos. Se trata, en su caso, de una computadora y la línea 0610 de costo mínimo para comunicarse vía Internet e Intranet.
Esas dos opciones que los usuarios de la ciberciudad tendrán cuando las cincuenta computadoras estén conectadas a la red significan la posibilidad de navegar a través de toda la red en busca de información agropecuaria, o la comunicación que La Carlota tendrá dentro de sus propios límites. “Planeamos confeccionar una página de acceso directo –dice Bitar–. Hasta el momento los asesores de los productores nos dicen que es muy engorrosa la navegación y que la mayoría se pierde, con lo cual pierden también mucho tiempo. Si les seleccionamos la información que necesitan y les damos un acceso directo a nuestra página, entonces va a ser de una utilidad increíble.”
Para Bitar, que habla desde una oficina en donde trabaja prácticamente sólo para toda la región, la tarea cibernética en el agro será más fácil, porque es más fácil la transferencia de tecnologías a grupos. Según las experiencias que conoce, existe siempre un pequeño grupo que llama “los tempraneros”, aquellos que adoptan la nueva tecnología antes que el resto. Luego, otro grupo donde están lo que denomina “innovadores”, y a la cola, una masa de “tardíos”. El nuevo servicio significará para los productores el acceso por ejemplo a los resúmenes de la Secretaría de Agricultura, que por ahora llegan “con tres meses de retraso”, y a un pronóstico del tiempo realizado especialmente para la zona de influencia de La Carlota.
Las PC muertas de Angeloz
El proyecto ciberciudad dispuso de tres o cinco computadoras por escuela y una por cada entidad. En el Colegio Nacional, junto a las que aún no funcionan porque no tienen línea, hay una fila de máquinas muertas que heredaron de la gestión Angeloz. Son las que distribuyó lo que se denominó el Prointec, un programa donde la tecnología, como no podía ser de otra manera, la puso IBM. Nunca se capacitó a los docentes, el tiempo pasa, y las máquinas envejecen. Ahora, en el Nacional los pibes miran por la ventana del salón de informática, quieren ver las nuevas, quieren saber si sirven. A la vuelta, en la escuela técnica, los alumnos que tienen traza de niños, empuñan las soldadoras y hacen saltar estrellas de fuego construyendo una casilla que piensan vender. El gabinete de computación está en el medio de los galpones que parecen una industria de comienzos de la era. Un profesor de dibujo técnico da clases a los chicos. Raúl, de 14, dibuja una casa con el mouse. El último de la fila dice que “la ciberciudad es para competir con otras ciudades”. El maestro de taller Rorberto Gadea sostiene: “No nos podemos negar a la tecnología pero era importante preguntar qué necesitábamos realmente”.