Ante una evidencia tan desorbitante que nos desacomoda, se agolpan los latidos contritos de asombro y temor. No valen experiencias de ancianos, valentía de jóvenes, inocencia de niños que casi no comprenden, todos, contemplamos azorados lo que antes ni siquiera se podía imaginar.
El mundo tiembla y nos sacude… Un microscópico virus envalentonado como rey, domina la potencialidad de las naciones. Se burla. Gastamos astronómicas sumas de dinero en misiles, bases nucleares, superfluos inventos que atentan con el principio humano, podemos abordar planetas, pero el que tiene la maléfica coronita intenta conquistar.
El temor a la muerte acicatea y es capaz de hacernos pensar en culpas… y es allí donde una marea de espumas mal habidas llena las playas de las conciencias.
En ese mismo y delante mar se reflejan incapacidades humanas de asumir reglas y deberes.
Matanzas, avaricias por posesiones, estafas, asociaciones ilícitas, y ni que hablar de los vejámenes y trata de jóvenes y niños.
Para ampliar aún más esas playas rocosas de atrocidades, entre tantas desviaciones merece importante alusión el descuido irracional hacia el planeta.
Evaluando con respeto también a otras creencias religiosas, ya que el bien y el mal siempre van distanciados, se advierte a lo lejos que en aquellos agravios ya expresados que carcomen el bienestar social peor a un maremoto arrollador, por nada se tiene en y cuenta la base de toda guía primigenia: el cumplimiento de los «Diez Mandamientos».
Entonces. ¿Culpamos a Dios?
Debemos bajar la cabeza pidiendo clemencia, retractándonos, siendo honestos y solidarios. Con un corazón arrepentido buscaremos la paz tomando carriles por donde el amor nos hermana y así daremos testimonio por lo que los hombres fuimos creados: a «Imagen y Semejanza de Dios».
Amanda Giorgi