Con base a una serie de charlas mantenidas con Jorge Mario Bergoglio, a lo largo de dos años,Francesca Ambrogetti y Sergio Rubin, dos periodistas de larga trayectoria y conocimiento en los temas religiosos procuran conocer más sobre el pensamiento del nuevo papa. En el libro «El Jesuita: conversaciones con el cardenal Jorge Bergoglio», se explora no sólo acerca cuestiones religiosas, sino también a las ideas de Bergoglio sobre el devenir de un país y un mundo turbulentos. El libro muestra quién es este jesuita de vida casi monacal y bajo perfil, pero próximo a la gente que se convirtió en el nuevo Sumo Pontífice de la Iglesia Católica.
Un fragmento de «El Jesuita: conversaciones con el cardenal Jorge Bergoglio». Aquí el capítulo introductorio de esta obra:
Cuando Joseph Ratzinger fue elegido sucesor de Juan Pablo II y los periodistas acreditados se abocaron a reconstruir el cónclave, sabían que la tarea sería más que ardua, rayana con lo imposible. Tres juramentos de guardar el secreto de lo que sucedió en la Capilla Sixtina por parte de los 117 cardenales electores, bajo pena de excomunión si se lo violaba, parecían un muro infranqueable. Aún así, uno de los vaticanistas mejor informados, Andrea Tornielli, del cotidiano italiano Il Giornale, escribió en un artículo publicado al día siguiente de producirse el anuncio solemne de la elección del nuevo pontífice —como también lo reveló simultáneamente el diario Clarín— que el jesuita argentino Jorge Mario Bergoglio había tenido una participación descollante.
Tornielli —el periodista que, inicialmente, más abundó en detalles— aseguró que Bergoglio obtuvo en la segunda votación de las tres que hubo unos 40 sufragios, un caudal sin precedentes para un purpurado latinoamericano, colocándose inmediatamente después de Ratzinger, el más votado, a la postre Benedicto XVI.
Con el paso del tiempo, otros calificados observadores se hicieron eco de la misma versión. Entre ellos, Vittorio Messori (el periodista y escritor católico más traducido en las últimas décadas, autor del célebre libro Cruzando el umbral de la esperanza, una larga conversación con Juan Pablo II, además de otro similar, Informe sobre la Fe, con el entonces cardenal Ratzinger), quien señaló: “Es cierto que un cónclave es algo muy secreto, pero siempre algo se sabe. Todos coinciden en que en las primeras votaciones del cónclave, los cardenales Ratzinger y Bergoglio estuvieron prácticamente a la par”. Luego de aclarar que no es un vaticanista, sino un estudioso de los temas cristianos y, por lo tanto, no cuenta con información propia, Messori volvió a citar los “comentarios coincidentes” para decir que Bergoglio habría pedido a sus pares que sus votos se volcaran a Ratzinger, el candidato más firme, casi obligado. “Es que se valoraba haber sido la ‘mente teológica’ de Juan Pablo II, quien mejor representaba su continuidad”, completó.
Algunos observadores creen que las chances de Bergoglio crecieron sensiblemente desde que trascendió que otro jesuita, el gran exponente del ala progresista, el cardenal italiano Carlo María Martini, se autoexcluyó de la lista de candidatos por sus problemas de salud. No obstante, no puede perderse de vista que Martini siempre resultó demasiado progresista para los sectores conservadores, mayoritarios en el colegio cardenalicio, como para votarlo. También es cierto que ya a fines de 2002 el prestigioso vaticanista Sandro Magíster había escrito en el relevante semanario italiano L’Espresso que, si en ese momento hubiera un cónclave, Bergoglio cosecharía “una avalancha de votos” que lo consagraría pontífice.
“Tímido, esquivo, de pocas palabras, no mueve un dedo para hacerse campaña, pero justamente esto es considerado uno de sus grandes méritos”, apuntó sobre el cardenal argentino. Y redondeó: “Su austeridad y frugalidad, junto con su intensa dimensión espiritual, son datos que lo elevan cada vez más a su condición de ‘papable’.”
El pronóstico de Magister no resultó muy errado. Dicen los vaticanistas —Tornielli en primer lugar— que, tras la segunda votación, Bergoglio parecía abrumado por el creciente número de votos que estaba recibiendo. Y que, en ese momento, decidió dar el paso al costado y pedir que sus sufragios fueran a Ratzinger —quien desde el vamos contaba con más votos— por todo lo que éste encarnaba y para evitar que su candidatura bloqueara la elección y provocara una dilación del cónclave que afectara la imagen de la Iglesia.
Una demora podía leerse como un síntoma de desunión de los cardenales ante un mundo que los miraba con enorme expectación. De hecho, empinados miembros de la Santa Sede pronosticaban en los días previos a la elección que, si rápidamente no se elegía a Ratzinger, se corría el riesgo de ir a numerosas votaciones hasta que otro cardenal consiguiera los dos tercios necesarios. Resulta comprensible, pues, que Bergoglio no quisiera cargar con tamaña responsabilidad.
De todas maneras, para muchos analistas está claro que terminó teniendo un papel sobresaliente. Ahora bien, ¿cómo explicar el “fenómeno Bergoglio”? Hay que remontarse, ante todo, al comienzo de este siglo, porque la figura del cardenal argentino era poco conocida entre los altos dignatarios eclesiásticos de lo cinco continentes hasta que una circunstancia especial lo colocó en el centro de sus miradas allá por 2001. Más precisamente en torno al 11 de septiembre. El entonces arzobispo de Nueva York, cardenal Edward Egan, estaba en aquel momento en el Vaticano participando de un sínodo de obispos de todo el mundo y debió viajar a su ciudad para asistir a un homenaje a las víctimas del terrible atentado a las Torres Gemelas, al cumplirse un mes.
Su lugar como relator general de la asamblea, un puesto clave, fue ocupado por el cardenal Bergoglio, cuyo desempeño causó una excelente impresión. Todos los observadores coinciden en que ese fue el punto de partida de su proyección internacional.
Por lo pronto, fue el más votado entre los 252 padres sinodales de 118 países para integrar el consejo post sinodal en representación del continente americano. El prestigio de Bergoglio volvería a confirmarse dos años después del cónclave, en ocasión de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y el Caribe celebrada en Aparecida, Brasil. Allí fue elegido por amplísima mayoría presidente de la estratégica comisión redactora del documento final, una responsabilidad por demás relevante si se tiene en cuenta que en conferencias similares, como las efectuadas en 1969 en Medellín, Colombia, y 1979 en Puebla, México, surgieron declaraciones de enorme trascendencia para el catolicismo de la región. No fue el único reconocimiento que Bergoglio cosechó en ese encuentro: el día que le tocó oficiar la misa, su homilía suscitó un cerrado aplauso.
Ningún otro celebrante fue aplaudido en la misma circunstancia a lo largo de las tres semanas que duró la conferencia. Testigos directos dicen que muchos participantes aprovechaban los descansos para conversar con el cardenal argentino y hasta fotografiarse con él como si fuera un famoso actor o un eximio deportista.
Con todo, cualquiera que haya visto a Bergoglio sabe que no es una figura glamorosa, del estilo que prefieren los programas televisivos. Ni es un orador grandilocuente, con dotes histriónicas, sino de tono más bien bajo, pero de contenido profundo. Además, hasta antes de ser designado obispo auxiliar de Buenos Aires, en 1992, cuando tenía 55 años, era un perfecto out sider en la Iglesia, no un sacerdote que venía ascendiendo en la pirámide eclesiástica, haciendo carrera.
En aquel tiempo se desempeñaba como confesor de la residencia de la Compañía de Jesús en Córdoba, adonde había sido destinado hacía casi dos años. Fue el entonces arzobispo de Buenos Aires, cardenal Antonio Quarracino, quien —atraído por sus condiciones— lo escogió como uno de sus principales colaboradores (uno de sus obispos auxiliares). Y un año después lo convirtió en el principal, al ungirlo su vicario general.
Cuando su salud comenzó a deteriorarse, lo impulsó como su sucesor (el Papa lo nombró arzobispo coadjutor con derecho a sucesión). Al morir Quarracino, en 1998, Bergoglio se convirtió en el primer jesuita al frente de la curia porteña.
Por entonces, Bergoglio ya contaba con un gran ascendiente sobre el clero de la ciudad, sobre todo el más joven. Gustaba su afable cercanía, su simpleza, su sabio consejo. Nada de eso cambiaría con su llegada al principal sillón de la arquidiócesis primada, sede cardenalicia. Habilitaría un teléfono directo para que los sacerdotes pudieran llamarlo a cualquier hora ante un problema. Seguiría pernoctando en alguna parroquia, asistiendo a un sacerdote enfermo, de ser necesario. Continuaría viajando en colectivo o en subterráneo y dejando de lado un auto con chofer. Rechazaría ir a vivir a la elegante residencia arzobispal de Olivos, cercana a la quinta de los presidentes, permaneciendo en su austero cuarto de la curia porteña. En fin, seguiría respondiendo personalmente los llamados, recibiendo a todo el mundo y anotando directamente él las audiencias y actividades en su rústica agenda de bolsillo. Y continuaría esquivando los eventos sociales y prefiriendo el simple traje oscuro con el clerigman a la sotana cardenalicia.
A propósito de su austeridad, cuentan que, cuando se anunció que sería creado cardenal, en 2001, no quiso comprar los atuendos de su nueva condición, sino adaptar los de su antecesor. Y que, ni bien se enteró de que algunos fieles proyectaban viajar a Roma para acompañarlo en la ceremonia en la que Juan Pablo II le entregaría los atributos de purpurado, los exhortó a que no lo hicieran y a que donaran el dinero del viaje a los pobres. Dicen también que en una de sus frecuentes visitas a las villas de emergencia de Buenos Aires, durante una charla con cientos de hombres de la parroquia de Nuestra Señora de Caacupé, en el asentamiento del barrio de
Barracas, un albañil se levantó y le dijo conmovido: “Estoy orgulloso de usted, porque cuando venía para acá con mis compañeros en colectivo lo vi sentado en uno de los últimos asientos, como uno más; se lo dije a ellos, pero no me creyeron.”
Desde entonces, Bergoglio se ganó para siempre un lugar en el corazón de aquella gente humilde y sufrida. “Es que lo sentimos como uno de nosotros”, explicaron.
Muchos recuerdan también por aquella época su gestión para detener la represión en Plaza de Mayo, durante el estallido social de diciembre de 2001. Fue cuando, al ver desde su ventana en la sede del arzobispado cómo la policía cargaba sobre una mujer, tomó el teléfono, llamó al ministro del Interior, pero fue atendido por el secretario de Seguridad, a quien le pidió que se diferenciara entre los activistas que producían desmanes y los simples ahorristas que reclamaban por sus dineros retenidos en los bancos. Eran los tiempos en que Bergoglio iba ascendiendo en la estructura eclesiástica nacional hasta que, en 2004, sería elegido presidente de la Conferencia Episcopal (fue reelecto en 2007), liderando una línea moderada, distante de los poderes y con marcada preocupación social, mayoritaria desde hacía ya un tiempo en una Iglesia de tradición conservadora. Una corriente que había sido muy crítica del neoliberalismo de los años noventa y las recetas del FMI y que siempre objetó el pago de la deuda externa sobre la base del sacrificio de los que menos tienen.
Es fácil detectar en los pronunciamientos de Bergoglio previos al colapso de principios de siglo su preocupación por el desenlace del deterioro de la situación del país. Sus mensajes en los Tedeum del 25 de Mayo —que convirtió en una suerte de cátedra cívica de gran resonancia —fueron por demás elocuentes. Como aquél de 2000, cuando Fernando De la Rúa llevaba poco más de cinco meses como presidente, ocasión en la que dijo: “A veces me pregunto si no marchamos, en ciertas circunstancias de la vida de nuestra sociedad, como un triste cortejo, y si no insistimos en ponerle una lápida a nuestra búsqueda como si camináramos a un destino inexorable, enhebrado de imposibles, y nos conformamos con pequeñas ilusiones desprovistas de esperanza. Debemos reconocer, con humildad, que el sistema ha caído en un amplio cono de sombra: la sombra de la desconfianza, y que algunas promesas y enunciados suenan a cortejo fúnebre: todos consuelan a los deudos, pero nadie levanta al muerto.”
Pasado lo peor de la crisis, en el oficio patrio de 2003, delante de Néstor Kirchner, que horas antes había asumido la presidencia, llamó a todos a “ponerse la patria al hombro” para hacer grande al país.
Sin embargo, su homilía del Tedeum del año siguiente fue la que terminaría teniendo mayores consecuencias políticas. Entre otros muchos conceptos, Bergoglio destacó que los argentinos “somos prontos para la intolerancia”, criticó a “los que se sienten tan incluidos que excluyen a los demás, tan clarividentes que se han vuelto ciegos” y advirtió que “copiar el odio y la violencia del tirano y del asesino es la mejor forma de ser su heredero”.
Al día siguiente, su entonces vocero, el presbítero Guillermo Marcó, aclaró que las palabras del arzobispo estaban dirigidas a toda la sociedad, incluido el Gobierno y la propia Iglesia y que, en todo caso, “al que le quepa el sayo, que se lo ponga”. Pero Kirchner se mostró muy molesto y decidió no asistir más a un Tedeum oficiado por Bergoglio. Y en un hecho sin precedentes en 200 años de historia argentina, trasladó el oficio patrio a capitales de provincia. Salvo un encuentro circunstancial —un homenaje a los religiosos palotinos masacrados durante la última dictadura— nunca más Kirchner y Bergoglio se vieron cara a cara.
A su vez, el cardenal fue el blanco —sobre todo en torno al cónclave que lo tenía como uno de los grandes papables—de una persistente denuncia periodística que lo acusaba de haber virtualmente “entregado” a dos sacerdotes de su orden que trabajaban en una villa de emergencia a un comando de la Marina durante la última dictadura militar, cuando era el provincial de los jesuitas en la Argentina. Para el autor de la denuncia, Bergoglio —mientras ocupó ese cargo— buscó también desplazar a todos los miembros progresistas de la Compañía de Jesús.
En cambio, otros observadores consideran todo lo contrario: que con su actuación logró salvar la vida a los dos sacerdotes y sortear, además, una crisis extrema en su comunidad religiosa, producto de la fuerte ideologización de la época. “Fue un momento muy difícil de la Compañía de Jesús, pero si no hubiera estado él al frente, las dificultades hubieran sido mayores”, acotó una vez el reputado Ángel Centeno, dos veces secretario de Culto.
Para muchos dirigentes que lo frecuentan, Bergoglio es el hombre del encuentro personal, que cautiva con su trato y deslumbra con sus orientaciones. Para la gente común que, por una u otra razón, entra en contacto con él, es la persona sencilla y cálida, plena de gestos de consideración, grandes y pequeños. Para no pocos que conocen íntimamente su pensamiento religioso, es el sacerdote empeñado en que la Iglesia salga al encuentro de la gente con un mensaje comprensivo y entusiasta; el religioso dotado de una aguda intuición que lo llevaría a traer de Alemania un cuadro de la llamada Virgen que desata los nudos, cuya veneración se transformaría en un verdadero fenómeno de devoción popular en Buenos Aires; el pastor, en fin, respetuoso de la ortodoxia doctrinal y la disciplina eclesiástica, pero igualmente dueño de una concepción moderna y a la vez profundamente espiritual de ser Iglesia y vivir el Evangelio en la desafiante sociedad actual.
Pero ¿quién es, realmente, este descendiente de italianos, nacido en Buenos Aires en 1936, que egresó de la secundaria como técnico químico y a los 21 años decidió abrazar su vocación religiosa? ¿Quién es este jesuita que se ordenó a los 33 años, es profesor de literatura y psicología, licenciado en teología y filosofía y dominador de varios idiomas? ¿Quién es este religioso que fue profesor del colegio de la Inmaculada Concepción, de Santa Fe (1964-1965); provincial, entre sus jóvenes 36 y 43 años, de la Compañía de Jesús en el país (1973-1979) y rector del colegio Máximo, de San Miguel (1980-1986)? ¿Quién es este sacerdote que fue confesor de la comunidad en el colegio Del Salvador, de Buenos Aires (1986-1990), con un interregno el primer año de seis meses en Alemania, donde completó su tesis sobre el eminente teólogo y filósofo católico Romano Guardini, un fogonero de la renovación eclesial que se plasmaría en el Concilio Vaticano II?
¿Quién es este docente que llevaba a sus clases a Jorge Luis Borges y le hacía leer los cuentos de sus alumnos? ¿Quién es este pastor convencido de que debe pasarse de una Iglesia “reguladora de la fe” a una Iglesia “transmisora y facilitadora de la fe”? ¿Quién es este ministro religioso que, desde un modesto lugar en una residencia jesuita de Córdoba, pasó a convertirse en pocos años en arzobispo de Buenos Aires, cardenal primado de la Argentina y presidente del Episcopado?
¿Quién es, en definitiva, este argentino de vida casi monacal que estuvo cerca de ser Papa?
Pese al apotegma que dice que es difícil conocer qué piensa un jesuita —y teniendo en cuenta cierta aura enigmática que acompaña al personaje—, este libro procura responder a esos interrogantes a partir, centralmente, de una serie de encuentros mantenidos con el cardenal Bergoglio a lo largo de más de dos años en la sede del arzobispado porteño.
No fue fácil convencerlo de que accediera. “Las entrevistas periodísticas no son mi fuerte”, suele decir. De hecho, en el primer encuentro sólo consintió, inicialmente, que se glosaran sus homilías y mensajes. Cuando, finalmente, aceptó no puso condiciones, aunque sí cierta resistencia a hablar de sí mismo frente a nuestro intento de mostrar su costado más humano y su dimensión espiritual. Y todos los encuentros terminaron invariablemente con un cardenal manifestando su duda sobre la utilidad del cometido: “¿Creen que lo que dije puede resultar útil?”
No existió la pretensión de agotar los temas que se le plantearon. Sólo la de obtener una aproximación al pensamiento de un ser sensible y a la vez firme y muy agudo, que pasó a ser un referente clave de la Iglesia en el mundo. Sus respuestas refieren a un país en recurrentes crisis, a una Iglesia llena de desafíos y a una sociedad que busca, muchas veces inconscientemente, saciar su sed de trascendencia. A hombres y mujeres que quieren encontrar sentido a sus vidas, amar y ser amados y alcanzar la felicidad. Son, en síntesis, una invitacióna pensar con la mirada puesta en lo más alto.