Viernes Santo.

Todo lo que esto represente para ti, es un asunto muy personal. Aquí no se pide ni limosna de amor ni compasión para ese Cristo, Tú sabrás lo que haces con Él. Lo que sí es cierto, es que cuentas con el Cristo del Calvario, con su perdón y su amor, para toda la vida.

En el «Viernes Santo», quiero dedicar un recuerdo al Crucificado del Calvario; aunque sólo sea porque aquel hombre es el mejor amigo de los hombres.

Creo que es un deber recordar con cariño a quien aceptó morir un dí­a por todos nosotros.

Viernes Santo es asistir a los últimos momentos de un condenado a muerte. Este condenado es el Hijo de Dios. El suplicio: Una cruz. Se ha buscado la cruz para Dios, ya que la horca, la hoguera, la espada…, eran poco para Él.

¿Qué delito se le achaca? Todos los delitos de todos los hombres juntos. Va a la muerte en nuestro lugar.

La cruz sería sólo el golpe de gracia, porque antes lo pisotearon y lo machacaron como se machaca a un animal asqueroso. Podemos verlo en el cuarto donde otros hombres antes que Él habían sido flagelados.

El Procurador, Poncio Pilatos, había dado la consigna de que lo dejaran de tal manera que diera lástima, para que se conformaran con esto y no pidieran la cruz. Todos aquellos verdugos sabían muy bien su oficio. Podemos imaginar cómo dejaron a Cristo en cinco minutos: como un guiñapo; hilos de sangre, desgarrones por toda la espalda, los brazos, el cuello y la cara.

Muchos morían ahí mismo. Al soltarlos caían en un charco de sangre…, muertos. Él no murió ahí. Aparte de que era resistente al sufrimiento, no debía morir ahí, porque le quedaban aún las manos y los pies para la cruz; porque el amor se escribe con sangre y Él amaba a los hombres.

Ya nos lo había dicho: «Nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos».

Viernes Santo es también, una Madre con su Hijo en los brazos: «Después de muerto lo bajaron de la cruz apresuradamente, y lo colocaron sobre las rodillas de su Madre…» Muchos artistas, por ejemplo, Miguel Ángel en su «Pietá» de Roma, lo ha representado así­, el crucificado en los brazos de María.

También cuando fue un niño lo llevó en brazos; pero ¡qué diferencia!. Entonces era un niño pequeño, no pesaba mucho, estaba vivo, hoy es un hombre, pesa mucho y está muerto.

Ahora sin que se lo impidan las lanzas de los soldados, puede verlo, mirarlo desde la cabeza hasta los pies, no hay parte que no esté lastimada, destruida.

Las espinas dejaron agujeros en la cabeza y los clavos destruyeron las manos y los pies, los flagelos destruyeron su espalda; eso es lo que queda de su Hijo.

Esta imagen del Hijo muerto en los brazos de la Madre hubiera ganado el premio del arte y de la compasión. Un poeta se animó a describírnoslo:

Con su frente de Dios dolorida, con sus ojos de Dios entreabiertos, con sus labios de Dios amargados, con su boca de Dios sin aliento; muerto por los hombres, por amarlos, muerto.

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Quisiera terminar con aquel soneto que me gusta mucho por lo sincero, por lo bien hecho y, sobre todo, por lo bien sentido y que pudiera ser para muchos de nosotros una respuesta, una oración:

«No me mueve mi Dios para quererte el cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno tan temido, para dejar por eso de ofenderte. Tu me mueves Señor, muéveme el verte clavado en una Cruz y escarnecido, muéveme ver tu cuerpo tan herido, muévenme tus afrentas y tu muerte, muéveme en fin, tu amor y en tal manera que aunque no hubiera cielo yo te amara, y aunque no hubiera infierno te temiera. No me tienes que dar porque te quiera, pues aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero te quisiera».

Si ves a un hombre crucificado, coronado de espinas, flagelado y muerto, detente; estás delante de quien más te ha amado. Nadie jamás te amará como Él.

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